Christopher Bailey ha sido el responsable de un nuevo orden en el mundo de la moda

Si por casualidad tienes el privilegio de asistir a un desfile de Burberry en la Semana de la Moda de Londres, te encontrarás, en la puerta, con una muchedumbre de estilistas, editoras de moda y celebrities corriendo sobre tacones de vértigo hacia las puertas del Albert Memorial. Nadie quiere llegar tarde y el responsable de tanta devoción es un chico de Yorkshire, despeinado, que ya ha cumplido los 40 pero ha sido bendecido con un aspecto de colegial eterno: Christopher Bailey. Él ha sido el responsable de un nuevo orden en el mundo de la moda: uno en el que los críticos y árbitros del viejo mundo se han quedado en la retaguardia, para que Bailey y Burberry sean capaces de hablar directamente, y con comodidad, con sus potenciales clientes. Lo ha conseguido abrazando sin complejos las nuevas tecnologías. Ya que, por muy importantes que nos creamos en el engreído “establishment” de la moda, todos sabemos que, en realidad, la cosa no va con nosotros, los que nos sentamos en la primera fila, sino con los 80 millones de personas que Burberry contabilizó en marzo entre los espectadores on line de su desfile. Es la democracia de la moda en acción en la era de internet. Y esta visión se ha hecho realidad gracias a Christopher Bailey. Pero, ¿quién es él? Lo mejor que he oído sobre el presidente ejecutivo creativo de Burberry se lo escuché a un amigo de infancia en Halifax (Yorkshire), que recordaba que “fue un cachorro de los Scouts con todas las condecoraciones”. Y es que en el entusiasmo vital con el que ha emprendido la transformación de una megacorporación como Burberry hay mucho de ese impulso de la niñez.

‘Front row’

Pero volvamos al desfile. A un lado de la pasarela, muchos tuitean sobre los jóvenes famosos asistentes: chicas guapas con piernas a lo Bambi y chicos actores o músicos que nunca soy capaz de identificar, excepto algunos (unos pocos), que son modelos de Burberry, como la actriz Emma Watson. En el “front row”, como representante de la alta posición de la firma, suele estar nada menos que Anna Wintour, directora de Vogue. Y, junto a ella, tal vez el columnista Boris Johnson, Samantha, la mujer de David Cameron… Todo muy lustroso y un pelín impersonal, aunque a menudo me pregunto si eso es precisamente lo que busca Bailey.

Porque, como me contó él mismo, uno de los grandes pilares de su ética es que no soporta el esnobismo de la moda. En aquella ocasión me narró un episodio desgarrador que tuvo lugar cuando estudiaba moda en Londres, a los 18 años. “Mi padre quería comprarle un reloj a mi madre para Navidad, algo elegante”. Su padre era carpintero y su madre, escaparatista de Marks & Spencer. Ambos seguían viviendo en Halifax. “Había ahorrado algún dinero y me pidió que fuera a Bond Street. Mi hermana y yo estábamos emocionados”. Pero cuando aquel chico escuálido, que parecía más joven, llegó a la tienda, le trataron con desdén. “Fue una experiencia horrible. Después tuve que mentir a mi padre. Odio ese lado espantoso del lujo. Pensé que no tenía por qué ser tan elitista y altanero. Por eso me gusta la idea de la inclusión”.

Cuando pido información sobre la firma, mi correo electrónico recibe aluviones de cifras sobre la asombrosa escala de esa inclusión, en la que Bailey lleva trabajando 11 años. En 2001, le contrató la consejera delegada de entonces, la fenomenal empresaria americana Rose Marie Bravo, que jamás (ni siquiera en una cena de etiqueta) se ha dejado ver sin una gabardina de Burberry. En aquel momento, la americana era una “rara avis” en el mundo de la moda londinense, compuesto en su totalidad por hombres apegados a sus catas de vino y sus competiciones deportivas. Ella (y su trench) siempre estaban fuera del país, recorriendo alguna ciudad remota de China. Y así fue como consiguió que los clientes chinos resucitaran la marca. En 2001, cuando llegó Bailey, los ingresos de Burberry alcanzaban la cifra, ahora relativamente anodina, de 536 millones de euros. Pero 2011 llegaron a los 1.874 millones. Aun con la mayor voluntad del mundo, cuesta relacionar la herencia de un sastre victoriano que cosía gabardinas militares y vestimenta para expediciones de montañismo con la firma de moda en múltiples capas en que se ha convertido Burberry. ¿Cómo lo ha conseguido?

Del mercadillo al cielo

“Crecí en Halifax en los 80 y allí no había moda –cuanta Bailey–. Cogíamos ideas leyendo religiosamente las revistas Smash hits, i-D y The face. Me encantaba ir con mi amiga Rebeca al mercadillo y comprar un montón de ropa que nos traíamos en bolsas de basura. Así fue como conseguí mi primera gabardina Burberry”. Bailey empezó en la marca con una identificación romántica y entusiasta de todas las capas de la cultura británica: el pop mezclado con la tradición e imágenes de héroes del arte del norte del país como Hockney o Lowry. Todo aquello salió en sus primeras colecciones, con referencias a Marianne Faithfull, los bohemios de Portobello y la joven princesa Margarita.

En cuanto a Bravo, la mujer que le contrató, estoy segura de que se fijó en que el chico que tenía delante no solo era un auténtico fan de los impermeables sino que había formado parte de Gucci durante la época de Tom Ford. En los 90 la gente hablaba de “hacer un Gucci” refiriéndose a la creación explosiva de riqueza en una empresa. En la última década, lo han cambiado por “hacer un Burberry”, aunque esta vez hace referencia al triunfo del trabajo duro y en equipo de provincianos “incluyentes” que no tienen nada que ver con el espectáculo de la moda. “Siempre me he considerado el número dos. Soy bastante tímido y reservado”, asegura Bailey, que es de esa clase de hombre moderno capaz de trabajar con mujeres.

En la actualidad tiene novio, el actor Simon Woods, de 31 años, que hacía de joven médico en la serie de la BBC ‘Cranford’ y de Mr. Bingley en ‘Orgullo y prejuicio’. Al parecer no les van las fiestas. Viven en Chelsea y siempre que pueden van a la casa del diseñador junto a los pantanos de Yorkshire.

Pero no creo que Bailey sea una persona tan tímida y humilde como aparenta, porque sin un impulso troyano de ambición y disciplina no habría llegado tan lejos. Sus pasarelas ya no dan la sensación de una personalidad sensible y poética. Ahora hay menos guiños bohemios y más elegancia. Aunque, tal vez, sea una decisión política calculada: construir siluetas lo bastante claras como para que las comprendan los 80 millones de clientes potenciales que podrían conectarse a sus ordenadores. No sabemos cómo evolucionará, pero una cosa es cierta: de una forma u otra, en Burberry siempre habrá gabardinas.

Fuente: eldiariomontanes.es





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