Después de 8 meses de estar de mirón y con una actitud pasiva, he encontrado mi pequeño refugio en Facebook. Me he apuntado a un grupo de esta red social que se denomina “Todavía no sé para qué sirve Facebook” y que ya tiene 170 miembros. Que por qué hago esto.
Pues por tres motivos: uno es por la propia esencia del grupo, que parece hecho para fósiles analógicos como yo; el segundo es para saber por qué, a pesar de no encontrarle funcionalidad alguna, es tan adictivo para la gente; y el tercero, y no menos importante, es que aunque sigo sin entender para qué sirve, no me quiero quedar fuera de una red que seduce a más de 10 millones de españoles, de los que un 70% se conecta por lo menos una vez al día.
Seguro que es problema mío que no he sabido encontrarle el intríngulis, porque los 60 amigos que tengo me animan a participar, pero me cuesta lanzarme. Para empezar no tengo muy claro eso de los muros. Lo poco que he escrito no sé si lo he hecho en mi muro, en el muro de alguien o en el muro general, y tampoco sé si sólo me leo yo a mí mismo, si me leen mis 60 amigos, si también me leen los amigos de mis amigos, o si los 10 millones de facebookeros están pendientes de que yo diga algo.
Supongo que en su día, cuando nació como lugar de encuentro de estudiantes de la Universidad de Harvard, Facebook era muy útil para recordar las fechas de los exámenes o para compartir resúmenes e información sobre la clase, pero ahora su uso fundamental es para charlar con los amigos, pasar el rato, compartir fotos y alardear, porque no me podía imaginar yo lo que a alguna gente le gusta pavonearse. A veces, en el muro al que yo tengo acceso se pueden leer cosas tan interesantes como: “Voy a dormir, necesito recuperarme del día de hoy y tomar fuerzas para el que viene”; “Estoy en Maspalomas disfrutando de un día de playa”; “Acabo de volver de vacaciones, ¡qué putada!”; “Hoy es jueves y ya queda menos para el fin de semana”.
Este tipo de conversaciones –insustanciales muchas veces– tiene enganchados a millones de personas en el mundo, hasta el punto de que un estudio realizado en EEUU refleja que el 34% de los empleados dejarían el trabajo si su empresa instalase filtros para prohibirles el acceso a Facebook. Hay compañías como Ikea que han limitado el uso de Facebook en el trabajo por la pérdida de productividad que puede provocar, ya que si se calcula que un trabajador español emplea un promedio de 40 minutos diarios de su jornada laboral a atender las redes sociales, esto supone un derroche de unos 1.800 euros al año por empleado.
En la red Linkedin –que es para profesionales– me siento más cómodo, porque introduces tu currículum y te olvidas. Lo único que tienes que hacer es ignorar o confirmar a las personas que te piden tener contacto contigo. Yo a todos les digo que sí, porque, aunque no les conozca, nunca se sabe si alguno de ellos me tendrá que contratar en el futuro. Y porque, además, debe ser gente muy VIP a tenor de los cargos que ocupan. De mis 155 contactos, tengo varios Owner, un Specialist in Corporate and Institutional Communication, una Consultora de Usabilidad –que no tengo ni idea qué es–, varios Account Director, una Branding Director, una Events & Sponsorship Manager y hasta un Deputy General Manager, que por el nombre debe ser alguien muy importante.
Empiezo a pensar que mis hijos tienen razón y que nunca voy a dejar de ser un inútil tecnológico. Y eso que intento poner de mi parte. Además de apuntarme a Facebook y Linkedin me compré un iPhone, y después de un par de meses de hacer malabarismos con los dedos, conseguí domesticar a la fiera (lo de la ñ y los acentos lo dejé por imposible). Pero como el juguetito de Apple me vio débil, se me tiró al cuello y me convirtió en adicto. Entre el ajedrez, el Hangman, el FlightControl, el Rummikub, el TouchTennis y el Letris me tienen enviciado, y encima tengo que jugar a escondidas para que no me vean mis hijos, sobre todo después de las charlas que les he dado en contra de los videojuegos.
Del iPhone he pasado al iPad, que es un artilugio superútil para leer el periódico. Estaba yo tan contento con mi nueva tableta hasta que llegó mi vecino tocapelotas a amargarme la existencia. “¡Qué chulo tu iPad –me dijo sonriente–, la verdad es que es un aparato maravilloso, tiene una calidad de imagen, es perfecto para ver vídeos y también se puede usar para leer libros!”.
No me lo podía creer, al fin había acertado con una compra, y hasta mi vecino criticón tenía que claudicar. Una décima de segundo duró mi dicha, porque acto seguido añadió: “Lo único malo es que es demasiado grande, aparte de que no tiene cámara de fotos, ni puerto USB y al no incluir el programa Flash no se pueden ver muchos vídeos de YouTube”. A punto estuve de cometer un iPadicidio en la cabeza del vecinito. Sobre todo porque luego me dio la puntilla: “No sé si sabes –una forma muy sutil de llamarme inculto– que Samsung acaba de sacar el Galaxy Tab, que es un aparato mucho más manejable, que se puede llevar en el bolsillo de la chaqueta, que cuenta con puerto USB, que lleva Flash, e incluye una cámara de fotos alucinante. Me lo voy a comprar en cuanto salga”. Sólo para darme envidia, pensé.
Esto de la tecnología es un tren apasionante, pero va tan deprisa que tengo la sensación de ir a rastras agarrado con una mano al estribo. Espero no quedarme descolgado.





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